sábado, 19 de enero de 2008

El pensamiento perdido

Toda nuestra vida espiritual se desarrolla en el seno, en el ámbito y bajo la égida de las organizaciones. Desde su primera juventud, el hombre moderno se ve perseguido constantemente por la idea de la disciplina que se le quiere imponer, hasta que llega el momento en que pierde su condición individual y sólo puede imaginarse como formando parte de una colectividad. Un intercambio, una mise-au-point de ideas entre persona y persona, como la constituyó la mayor grandeza del siglo dieciocho, hoy ya no podría tener lugar. En aquellos tiempos no se sentía el respeto que hoy se siente por la opinión de la colectividad. Todas las ideas tenían que surgir del sentido común, de la inteligencia individual, y justificarse ante ella. Hoy, el respeto constante hacia las ideas generales y conceptos básicos que rigen en el seno de las colectividades organizadas, se ha convertido en una regla que no se discute. Tanto para sí como para los demás, el individuo pone en primer plano, porque cree en ellas con la fe más irreductible, todas aquellas ideas u opiniones que considera propias de su nacionalidad, de su confesión religiosa, de su partido político, de su clase social y de más grupos a los que de algún modo pertenece. Valen para él como si fueran un tabú, y se encuentran no solamente fuera de toda posible crítica, sino también excluidas como tema de conversación. Esta actitud, mediante la cual renunciamos nosotros mismos a nuestra condición de seres pensantes, suele llamarse, eufemísticamente, respeto a las propias convicciones, como si pudieran existir verdaderas convicciones donde no existe el pensamiento.

Fragmento de El pensamiento perdido

Albert Schweitzer

martes, 15 de enero de 2008

El viaje de Vicente Ferrer

«Iba una vez viajando desde Manmad a Bombay. Me paré en el camino para comer en un pequeño “restaurante”. Nos sentamos y pedimos una comida ordinaria, pues tenía el dinero para ello. En esto, un pobre hombre entró y se sentó a mi lado pidiendo para su comida. Pero este hombre solamente tenía unos céntimos y por lo tanto, le dieron una muy pobre e insuficiente comida. Este hecho que sucede tan frecuentemente, aquel día fue como un mazazo para mí. Yo quise leer en ese hecho. Este hecho me estaba hablando y una pregunta vino a mi mente: ¿Cómo es posible que yo pueda tener pan ante mí y este hombre no lo tenga? ¿Cuál es el significado de esto? Yo tengo lo que quiero delante de mí, y este hombre no tiene nada para comer. ¿Por qué yo puedo comer y este hombre no puede?

Continuamos nuestro viaje hacia Bombay. Era un día claro, soleado, bello… El cielo azul y los verdes campos se abrían ante nuestros ojos hasta el horizonte. Me sentía feliz. No sufría y de repente entendí el significado de aquel hecho sucedido en el pequeño restaurante; esa felicidad de la que yo estaba lleno era la presencia de Dios, Dios que es la abundancia, Dios que es la felicidad, la vida misma, todo aquello que es bueno en este mundo. Dios que es la inmortalidad, la amistad, la plenitud, el amor. Esto es Dios.

Pero en aquel hombre no había plenitud, no había felicidad, no había nada, no había pan. Dios estaba ausente en la forma de pan en la mesa del hombre. En cambio, Dios estaba presente en mi mesa en aquella forma de pan. Entonces me dije: ¿qué debo hacer? Podría hablar con aquel hombre acerca de Dios y decirle que se resignara y también le podría decir el valor del sufrimiento. Pero eso no es lo que Dios quiere. Dios quiere estar presente ante aquel hombre en aquella forma en la cual está ausente: entonces comprendí que yo tenía que llevar pan a la mesa de aquel hombre. Continué pensando. Un campo sin agua es un campo sin Dios. Dios está ausente en aquel campo en forma de agua. El agua en aquel campo traería la vida. Por lo tanto, yo tengo que llevar a Dios en aquella forma en la que Él no está allí, en aquella forma en la que Dios quiere estar presente. Es inútil predicar en aquel campesino. Yo le tengo que llevar agua a sus campos»

Vicente Ferrer, El encuentro con la realidad