Existe en la persona una pasión indomable que arde en ella como un fuego divino. Se eleva y cruje al viento cada vez que olfatea la amenaza de la servidumbre y prefiere defender más que su vida, la dignidad de su vida. Define al hombre libre, al insobornable; al hombre, como dice Bernanos, «capaz de imponerse a sí mismo su disciplina, pero que no la recibe ciegamente de nadie: el hombre para el que el supremo confort es hacer -en cuanto sea posible- lo que él quiere, a la hora que ha escogido, debe pagar con la soledad y la pobreza este testimonio interior al que da tanto valor; el hombre que se da o que rehúsa darse, pero que no se presta jamás». Esta clase de hombres es poco frecuente. La masa de hombres prefiere la esclavitud en la seguridad al riesgo en la independencia, la vida material y vegetativa a la aventura humana. Sin embargo, la rebeldía contra el adiestramiento, la resistencia a la opresión, el rechazar el envilecimiento, son el privilegio inalienable de la persona, su último recurso cuando el mundo se levanta contra su reino. Bien está que los poderes definan y protejan los derechos fundamentales que garantizan la existencia personal (...), pero se podrá siempre discutir por las colectividades las fronteras de estos derechos con el bien común. Las más solemnes declaraciones de derechos son pronto cambiadas cuando no descansan sobre una sociedad suficientemente rica en caracteres «indomables», al mismo tiempo que sobre sólidas garantías en las estructuras. Una sociedad en la que los gobernantes, la Prensa, las élites, no propagan más que el escepticismo, el engaño y la sumisión, es una sociedad que se muere y sólo moraliza para ocultar su podredumbre.
E. Mounier